viernes, 31 de octubre de 2014

ESTACIÓN DESTINO

ESTACIÓN “DESTINO”
María estaba cansada de su existencia, gastada de vivir. Sus pasos la llevaron a la vieja estación de ferrocarril, en esa parte de la ciudad que siempre está cubierta por el intenso gris de la tristeza.
A medida que avanzaba, sus pensamientos se iban desordenando en su cabeza, y su memoria arriaba las velas en el olvido de sus años.
Llegó a tiempo de coger su último tren, ese que no necesita billete, ese que el revisor hace la vista gorda, ese del que jamás podrá regresar; al menos como partió.
Sintió desprenderse un trocito de corazón, el que no fue capaz de guardar bajo la coraza de la indiferencia. El que había disfrutado de las caricias más tiernas se quedaba allí, anclado en el andén recordando su  pasado, esperando su regreso.
No estaba sola, otras almas perdidas vagaban por la estación. Auténticos desconocidos hermanándose para emprender el mismo viaje.
Caminaba hacia las puertas del tren, como si alguien manejase los hilos de su vida. Hacía tiempo que no pensaba nada por sí misma, sencillamente se dejaba llevar.
Se acomodó en un compartimento que estaba vacío, aunque pronto empezaron a ocuparse sus asientos. No se había acabado de instalar cuando entraron una madre con su parlanchina hija, rompiendo el silencio que también se había instalado con ella.
Cuando  la pequeña se sentó a su lado, regresó a su infancia, a los días que pasaba con su abuela. Rememorando esas historias de miedo que contaba su tía sentados alrededor de la mesa de camilla, cuando sus padres salían al cine.
 Recordaba como los domingos por la mañana, su abuela la bañaba en aquel enorme baño de zinc, el olor a limpio que desprendía el jabón verde y con qué ternura la secaba con aquellas toallas perfumadas por los jabones de lavanda. Esos que se ponían en los cajones de la cómoda dónde las guardaban. Catalina, su abuela, siempre olía a lavanda.
Se le vino a la memoria aquel domingo que la llevó a ver el tren, porque  no  lo conocía.
“Recorría la estación de la mano de mi abuela, siempre calentita, que agarraba la mía con fuerza, como si temiera perderme. Después de comprar los billetes, nos parábamos  un ratito en el andén para ver pasar los trenes. Si cierro los ojos puedo recordar la imagen; incluso  ese penetrante olor a carbonilla, que en los días de aire recorría la ciudad y se acababa impregnando en las sábanas blancas que mi madre tendía en la terraza.
Mi abuela dejó que me sentara al lado de la ventanilla, y mientras ella dormitaba, me  entretenía contando los postes de la luz, sentada en aquellos asientos  de escay verde”

Con el traqueteo del tren se fue quedando dormida, sólo el agudo sonido que emitía el silbato del jefe de estación la devolvió al viaje, a su vieja existencia, a sus desordenados pensamientos. El tren se había detenido frente al cartel que anunciaba la estación, pero su cansada vista desdibujaba borrosas las letras. No sabía dónde habían hecho la parada, ni tan siquiera el tiempo que había transcurrido en el trayecto.
Con un golpe seco se abrió la puerta del compartimento, entrando a tropel un adolescente impertinente que sin soltar palabra se arrellanó en uno de los asientos que quedaba libre. Con gesto adusto, de parecer enfadado con medio mundo, se enfrascó los auriculares y se aisló del otro medio.

“sonreía para mis adentros, yo también fui adolescente impertinente, también miré ofuscada al mundo, y encontré en esa etapa el amor de mi vida y con él mi primer desencuentro. Esfumándose de mis   sueños los cuentos de hadas y princesas, aprendí a poner los pies en la tierra para encontrarme con la tozuda realidad.”

A través del cristal desfilaban los postes de la luz que, para mitigar el aburrimiento, inútilmente intentaba contar perdiendo la cuenta antes de empezar; y entre bostezos, como ruido de fondo la banda sonora del rodar del tren, se quedó dormida de nuevo.

“Un sueño espeso a la vez que inquieto me invadió. Soñé que el tren iba a ninguna parte por unas vías que, como líneas paralelas, se extendían hasta el infinito.  Viajábamos sin conductor,  me quería bajar, pero el resto de los viajeros pasaban su tiempo ajenos como si tal cosa;  parecía ser la única que percibía esta situación. Y lo peor de todo es que parecía que no me veían,  ni me escuchaban,  que no existía para ellos.  Un sudor frio perló mi frente, de pronto sentí una presión en el brazo; la señora que estaba sentada frente a mí intentaba despertarme. Parca en palabras pero con voz amable me dijo –estaba usted atrapada en  una pesadilla.
Abrí los ojos y tuve la percepción de que el tren marchaba más rápido.
La señora que me despertó estaba sentada frente a mí, sonriente. Me fijé más detenidamente en ella; parecía aún joven pero la vida, a golpe de martillo, había cincelado imperceptibles cicatrices; sólo otra mujer que hubiera sufrido las mismas heridas se hubiera dado cuenta. Llevaba entre las manos una urna pequeña, al ver que yo  detenía la mirada sobre ella explicó –son las cenizas de mi Antonio, no soportaría la idea de estar separados.
Nunca había sentido la muerte tan cerca.
No recordaba cuando habíamos hecho la última parada, quizá porque estaba dormida. Un ligero hormigueo rondaba mi estómago, me miré la muñeca y en ese momento me percaté que había olvidado el reloj, asesino del tiempo, como a mí me gustaba llamarle, sobre todo en esos momentos que volaba esfumándose entre mis dedos. La señora que seguía sentada frente a mí con los restos de su difunto apuntó:
-Son ya más de las dos; va siendo hora de sacar el almuerzo. En ese momento también fui consciente de que lo había olvidado, que había emprendido el viaje ligero de equipaje; y tan ligera pensé para mis adentros
-Con las prisas olvidé de traer merienda –dije con poco convencimiento.
Dejó la urna en el asiento de al lado y con sumo cuidado extendió una servilleta sobre sus rodillas. Fue sacando todo tipo de  fiambreras con comida dispuesta a compartirlas conmigo.
Le sonreí, y a pesar de tener hambre apenas  comí un par de trocitos de queso y algo de pan, no quería abusar de su generosidad. Entre bocado y bocado fuimos desgranando retazos de nuestras paralelas vidas, marido, hijos, una vida cómoda hasta que con un quiebro del destino lo perdimos casi todo. A ella solo le quedaba una urna con las cenizas del que fue su compañero de viaje  y unos hijos al otro lado del océano que solo se acordaban de ella por navidad. A mí, ni tan siquiera eso, solo unos pensamientos desordenados y unos recuerdos que  iban desapareciendo de mi memoria por momentos.
Me recordó mi propia existencia con menos años vividos; yo tenía la vista más cansada y el cuerpo y el alma más envejecidos, pero en definitiva, no dejábamos de ser eslabones de la misma cadena. Me dio la sensación de que también viajaba a ninguna parte.
Un sol luminoso se acostaba sobre el horizonte exhalando una luz pastel, dibujando en el cielo las formas más caprichosas que se le antojaban; hasta dar los últimos coletazos y quedar en la penumbra. Una frágil luz daba un aspecto curioso a las siluetas, desdibujando lo que hacía  apenas un rato había coloreado el sol.
Mis pensamientos se volvieron más confusos y mis ideas se mezclaban unas con otras; y si antes me había resultado familiar la cara de esa mujer, ahora era una perfecta desconocida.
Noté que me movía, ¿Dónde estaba? Me miré las manos, no reconocía esos dedos curvados y viejos, esas manos cansadas. Miré por la ventana, la oscuridad enmarcaba todo el cristal. Se había hecho de noche.
Una nueva parada, debía ser una estación importante. Se formó un gran revuelo de gente, sombras que una luz marfil proyectaba deformadas sobre el suelo. Unos bajaban con sus equipajes, su viaje había terminado. Otros colocaban sus enseres en los huecos libres que quedaban en las estanterías que había sobre los asientos. Me pareció verla entre los recientes  viajeros del compartimento con un traje muy negro y una cara muy pálida. O tal vez fue otra ilusión que proyectó mi desordenado pensamiento.
En un instante de lucidez, descubrí que ya no se hallaba frente a mí la señora con la urna de su difunto esposo; no recordaba  su nombre, ni siquiera si nos despedimos, seguramente habría llegado a su destino.
Con el mismo traqueteo monocorde que me había acompañado todo el viaje me fui adentrando en mis pensamientos, cada vez más confusos, cada vez más desordenados, y con una sensación de vértigo que parecía que aceleraba más el tren. Aún así, me daba cuenta que a cada tramo que avanzábamos iba cambiando también el paisaje humano; gente que iba y venía, que entraba y salía de mi vida.
Tardé un buen rato en adaptar mis ojos a la penumbra que imperaba en el compartimento. Allí estaba, ocupando el asiento al lado de la puerta, con el traje muy negro, y la cara muy pálida. Me parecía mucho más anciana  y más vulnerable de lo que recordaba. Asía su bolso desconfiada,  con cara de pocos amigos se fue arrellanando en el asiento.
-¿Va muy lejos? –Me preguntó de repente.
Su pregunta me cogió por sorpresa y le respondí sin pensar la respuesta
–Hasta el final.
-Seremos compañeras de viaje –espetó de nuevo.
El corazón empezó a latirme con fuerza, notaba como me pulsaba en la sien y me inundaba la sensación de que ya había pasado por esa situación, sentí un frio que recorrió todo mi cuerpo.
No volvió a hablar durante largo rato; yo intentaba ordenar mis pensamientos, tarea inútil a esas alturas del viaje, pues vagaban por mi cabeza como caballos desbocados, pasando veloces como episodios sueltos de mi vida.
Me asusté al mirarla un instante y ver en sus ojos mi reflejo, ajada copia del original, mi pelo más blanco, mi sonrisa congelada y la mirada perdida Dios sabe dónde.”

El sonido del tren inundó la estación, un pitido agudo anunciaba su llegada, mientras los pasajeros iban recogiendo sus cosas, estirando las piernas y desperezándose disimuladamente.
-¡Hemos llegado a la última estación del trayecto! –avisaba el revisor en cada compartimento.
Los pasajeros ya estaban levantados cogiendo sus maletas. Tan solo una mujer permanecía inmóvil en su asiento, sí, la  mujer que  montó en aquella estación que siempre estaba cubierta por el intenso gris de la tristeza. El revisor se acercó a ella y tocándole el hombro con suavidad le comunicó que el tren ya había llegado; al ver que no se movía, volvió a tocarla. Esta vez lo hizo en la mano, helándose su rostro al comprobar que estaba fría y rígida. Con la mirada perdida entre el resto de los viajeros exclamó – ¡Hace rato que esta mujer llegó a la estación “Destino”!




 Texto:Pepa Cid